La marca de los dioses (De héroes y hombres, cap. 3)

Templo de Nukú

El poder es una cima inestable, piensa Abuté contemplando el templo sobre su cabeza, erguido entre la nieve y la bruma sobre el esbelto pico consagrado al poderoso Nukú. Incluso para él, para Nukú, soberano de los dioses; la caída es sólo cuestión de tiempo. Un ascenso doloroso y cruel a un trono de miedo y desconfianza, eso es el poder. El apoyo del culto al Dios Mono le ha otorgado a Abuté la Silla de Sakarbik en el consejo de Bolskán pero ―a pesar de sus innegables dotes, de su sangre de dragón, y del poder de su familia―, Abuté es muy joven aún, y el poder es peligroso cuando es demasiado visible a los ojos de los otros. “La vida es una imparable rueda de piedra que baja estruendosamente la gran montaña hasta las ciénagas de Ixú”; esa era una de las sentencias favoritas de Neiaki, la maestra de letras de la casa Ixutaki. Neiaki, la hermosa institutriz de Abuté y sus hermanos, la bendita Neiaki, la doncella marcada por Numm. Abuté recuerda con nostalgia los extraños sentimientos que la maestra despertaba en él. Sumerge la cabeza en el agua y cierra los ojos. Fuera hace frío, el invierno va dando, poco a poco, e irremediablemente, a su fin; pero el elevado pico de Nuku-aru conserva sus galas de nieve durante casi todo el año, y sólo algún verano especialmente caluroso logra desnudarlo por completo en su cumbre. Bajo el agua caliente de la poza, el mundo parece carecer de importancia, incluso de existencia. El tiempo se detiene. El frío y la nieve, fuera, en el jardín, se esfuman; al igual que los dos monjes que guardan la escalinata que asciende hasta el templo. Ellos, con sus estúpidos tatuajes de rayas en la cara, también desaparecen ahora del tiempo; con el templo, con la ciudad a los pies del monte, y con todo lo demás. Incluso la inestabilidad del poder se hace imperceptible unos instantes. Ahora sólo existe el recuerdo triste de Neiaki, su repentina marcha, y el odio instintivo a su padre. Abuté siempre supo que la sombra de su padre caía oscuramente sobre la maestra, incluso antes de que los rumores corrieran por palacio. Una sombra alargada e impura, algo emponzoñado que ensuciaba aquel mundo perdido y aparentemente lejano. Pero ahora ya no importa Neiaki, es un fantasma del pasado y su función en el destino del noble Abuté no es más que historia. O tal vez no…
El altísimo Abuté saca la cabeza de las termales aguas sagradas y respira con calma. A sus pies, bajo el monte, se extiende la ocho veces grande Bolskán, el glorioso baluarte que mantiene a salvo los tres isleños Reinos Dragón. Un mono rojo ha entrado en la terma buscando el agradable calor y, sentado frente a él, le observa con curiosidad. El poder es inestable y traicionero, la desaparición del príncipe Anku puede considerarse un golpe de suerte, pero los dioses son crueles y traicioneros. Y la rueda de piedra del destino sigue rodando colina abajo. El recuerdo de Neiaki retorna con la imagen de la rueda y Abuté se siente turbado, hacía años que no pensaba en la institutriz. Quizás Ixú trata de decirle algo. Pero quizás es sólo el residuo de una estúpida pasión adolescente. Debes centrarte Abuté, el ejercicio del poder requiere frialdad, y hay demasiadas cosas en juego. Otros dos pequeños monos se acercan con parsimonia y se introducen en la poza sagrada. El viejo Nashike presidiría el Consejo si lo hubiese deseado, es el sumo sacerdote de Nukú y fue propuesto por las familias más poderosas; pero su propio voto fue para Abuté. ¿Por qué? Puede que él sepa algo que los demás no saben. Abuté también sabe algo. El astrólogo se lo dijo a su padre, y su padre se lo dijo a él antes de caer gravemente enfermo y perder la cabeza. El tiempo de Nukú está llegando a su fin, el nuevo Monarca Dragón está al venir, los muertos abandonan las salas del Reino Subterráneo, Ixú está apunto de despertar. Pero las profecías de los astrólogos pueden ser confusas y engañosas, incluso interesadas. Nukú espera el regreso de su hermano Burduk desde hace mil años; es posible que sea Ixú quien despierte antes pero, ¿quién sabe cuantos astrólogos endulzan los oídos de sus señores y sacerdotes con el anuncio de otra venida? Es necesario estar alerta, la Silla de Sakarbik es un regalo peligroso, una ilusión de poder, un arma de doble filo. Y el santo Nashike es un jugador astuto y muy viejo, demasiado experimentado.
Abuté se incorpora lentamente, contempla de nuevo la belicosa ciudad de Bolskán, que luce orgullosa allí abajo, frente al impetuoso mar de Nisumi. Sale humeando de la cálida poza y el viento helado le eriza la piel. Un monje desgarbado y flacucho con la misma cara de mono que el dios al que devotamente le entregaron sus padres le cubre enseguida. Abuté siente un indecible asco al contacto de las manos ásperas del monje, y lamenta que en los templos de Nukú no sirvan esclavas. Le ordena apartarse con un gesto de la mano y se seca él solo, aunque luego permite que el monje ―que ni siquiera osa mirarle al rostro― le vista con la túnica verde de la orden. Después se calza sus sandalias y se encamina hacia la escalinata, que trepa sinuosamente entre la vegetación. Tras realizar una reverencia, los dos monjes guerreros que la guardan se apartan para permitirle el paso, y él asciende hacia el templo respirando el suave aroma a tomillo que flota en el aire. Al final de la escalinata, en la terraza del templo, espera el viejo Nashike, contemplando la ciudad tras el pequeño muro esculpido con figuras de monos que cierra el atrio. Junto a él hay un encapuchado con capa y hombreras de bronce rojo. Debe de tratarse de otro mensajero del general Aju, pero ¿por qué aquí?. La idea de enviar a Aju contra la fortaleza del Rü fue de Nashike, pero a pesar del éxito sin precedentes el Consejo se ha mostrado reacio a atender las demandas del general desde entonces. Sin duda el viejo sacerdote trama algo y pretende ganarse la adhesión de Abuté. Sabe que sé que el poder que aparento tener me lo ha dado él, piensa el joven sin poder evitar sentirse irritado.
―¿Ha disfrutado de las reconfortantes aguas sagradas de Nukú, noble Abuté? ―dice la voz cantarina del sumo sacerdote girándose hacia su invitado y señalando hacia la poza con su bastón sagrado en cuyo extremo luce la cabeza tallada de un mono.
―Sin duda… ―la respuesta de Abuté se interrumpe cuando el encapuchado se gira hacia él y resulta ser una encapuchada. Las guerreras son una notable rareza para los pueblos del Dragón, los karenos y algunos pueblos del este de Assos permiten tomar la senda de las armas a sus mujeres, e incluso son gobernados por ellas en no pocos casos, pero para un bolskano es algo sumamente extraño.
―¡Oh! Permítame, mi señor, que le presente a Daeri Semeshu. El noble general Aju la ha enviado con apremiantes nuevas del sur.
―Alteza ―saluda la joven con inquietante aplomo, retirándose la capucha y clavando una rodilla en el suelo sin apartar sus penetrantes ojos verdes de los ofídicos ojos del recién nombrado Dictador.
Abuté sonríe y le indica con un gesto de la cabeza que se incorpore. Efectivamente Ixú quiere decirle algo trayendo a su mente recuerdos enterrados hace tantos años. La joven tiene los ojos verdes como Neiaki, la marca de Numm, un rasgo vulgar para los karenos de ojos redondos, pero muy poco común para los pueblos del Dragón y los shairies habitantes de Assos. Ella se incorpora con suma gracia, sus movimientos y su mirada delatan su naturaleza felina, es sin duda una hija de Numm. Observa al noble Abuté con curiosidad, pero no parece haber un ápice de asombro en su espíritu. Sin duda, ha sido advertida por Aju de que él también está marcado, aunque, en su caso, por la sangre de los viejos Señores Dragón. Generalmente, la sola presencia de Abuté basta para intimidar a los extraños, no en vano, es descendiente del mismísimo Ixú, el Señor de los Muertos. Para muchos la Sangre del Dragón es un mito, una leyenda de los tiempos en que los hijos de los gloriosos Señores Dragón gobernaban el mundo, antes de la derrota de sus padres a manos de los titanes. Algunos incluso lo consideran un truco de brujería de la vieja nobleza para justificar su derecho al poder. Pero, en cualquier caso, todos sienten respeto ―o al menos miedo― ante la visión de su piel verdosa y sus fríos ojos citrinos rayados por una inhumana pupila vertical.
El sumo sacerdote les invita a pasar a una estancia contigua donde les han preparado una mesa con algo de comida y, como no podía faltar en el templo de Nukú, vino especiado de Karú. Un monje sirve a los comensales y después Nashuke le ordena que se retire. El sacerdote y Abuté tratan cortésmente asuntos de importancia secundaria relativos a la gestión de la ciudad y la decadencia del comercio con los puertos del este en los últimos dos años. Daeri escucha en silencio, prueba el vino por cortesía tras la insistencia del sumo sacerdote y luego abandona la copa en la mesa. Tras unos minutos Abuté se dirige directamente a ella.
―No sabía que el general contaba con mujeres en su tropa.
―En el ejército del general no hay mujeres ni hombres, alteza, sólo guerreros.
El ceño de Abuté se frunce casi imperceptiblemente ante la insolente respuesta de la joven. Nashuke interviene con dulzura para apaciguar los ánimos:
―Daeri es una sacerdotisa de la diosa Numm, como sin duda habréis apreciado, incluso en los templos de la diosa son pocos los que portan la marca. Numm otorga un don muy específico a sus elegidos, el suyo es el de quitar la vida a los enemigos de la diosa —dice con una sonrisa.
―Comprendo ―dice Abuté aparentemente sereno. Realmente es poco lo que sabe del culto de Numm. Sólo existe un templo en la Isla de Sakarbik, y duda que en el resto haya alguno más. El mito de la hija de Burduk es bastante minoritario, y está envuelto en la bruma del misterio. Apenas se sabe que el titán Sakarbik se enamoró de ella, traicionó a su sangre, desposó a la diosa, y fundó los reinos Dragón de las Islas. Que él sepa, no existe una orden de sacerdotes guerreros de Numm, al menos no formalizada, aunque, por supuesto, ha escuchado rumores sobre asesinos entrenados en el templo de la Numm.
―La suma sacerdotisa Orunaki me envió junto al general tras la derrota de Kandal ―concluye Daeri.
―Y sus designios parecen estar hechos a gusto de los dioses, porque desde entonces no ha vuelto a sufrir el más mínimo revés ―añade Nashume riendo.
―Los designios de los dioses son caprichosos y… ―dice el nuevo Dictador.
―Así es, joven señor ―le interrumpe el viejo sacerdote―, pero no por ello podemos contravenirles. Es peligroso creer que estamos a su altura.
Las pupilas del altísimo Abuté Ixutaki se afilan hasta parecer una finísima línea de oscuridad que parte sus ojos citrinos. ¿Le está provocando el viejo sacerdote? ¿Le pone acaso a prueba? Él no es un simple hijo de los hombres, pertenece a la estirpe de Ixú. Pero tanto él como Nashike saben que no es más que un simple mortal. Su vida será más larga que la del resto de los hombres, su fuerza mayor, pero al final, poco antes o poco después, deberá visitar las estancias de Ixú; y no precisamente como heredero. La cólera agolpa la sangre en sus músculos, podría estrangular al anciano allí mismo. Aunque tal vez es eso lo que el viejo quiere, quizás le ha permitido acceder al Sillón de Sakarbik para quitarse un estorbo del medio. La sacerdotisa le observa imperturbable. ¿Guardará un arma entre las prendas?
―Pero no estamos aquí para discutir sobre teología ¿verdad, honorables huéspedes de Nukú ―dice de nuevo Nashuke conciliador poniendo su mano sobre la del joven dictador.
―No, por supuesto que no ―responde Abuté algo más relajado―. Os escucho, noble sierva de Numm. ¿Qué nuevas traéis del sur? Los anteriores mensajeros nos informaron con detalle de los pormenores de la guerra, y demandaron al Consejo refuerzos para defender el territorio en previsión de una contraofensiva pero, como el Consejo respondió acertadamente al general, los korbenses no han intentado un nuevo ataque; y no lo harán antes de que acabe el invierno. Fue un duro golpe para ellos, y están heridos en el cuerpo y en el orgullo.
―Una bestia herida puede resultar más peligrosa de lo que imagináis ―dice el sumo sacerdote apoyándose en el bastón para incorporarse.
―Por eso, el Consejo era partidario de entregar a las llamas la fortaleza tras el asalto, y poner tierra de por medio entre Korbis y Bolskán ―dice Abuté clavando sus finas pupilas en el anciano―. Fue usted, divino Nashuke, quien nos convenció de que el general sería capaz de mantenerla hasta que acabase el invierno.
―Y así fue ―responde el sumo sacerdote con calma―, derrotó a los korbenses en el Valle del Rü y ha pacificado ya dos revueltas; a pesar de no obtener los refuerzos que demandó.
Abuté medita en silencio. Si Nashuke desea que el consejo apoye la empresa de Aju, ¿por qué le ha apoyado a él, manifiestamente partidario de enfriar la guerra con Korbis, y no a algún fanático devoto de Burduk como Ukare?
La voz de Daeri rompe el silencio:
―Pero el invierno va dando a su fin. Korbis prepara un gran ejército.
―Tanto ha herido su orgullo la toma de una olvidada fortaleza en medio del Valle del Rü.
―La fortaleza marca el límite de las conquistas de korbis, y no había sido tomada desde que la construyeron hace ya trescientos diecisiete años ―dice Nashuke otorgando esta vez una intensidad mayor a sus palabras―. Pero hay algo más.
El anciano se gira hacia el arco de la entrada, deja el pesado bastón de bronce sobre la mesa y da dos palmadas.
—Adelante, hermano Aki.
Se escuchan pasos de sandalias en el pasillo, después en la terraza. Cuatro monjes guerreros de Nukú penetran ordenadamente en la estancia. Tras ellos, dos soldados que visten la insignia del ejército de Bolskán en la coraza de cuero, flanquean a un inmenso hombre cargado de grilletes que viste una sencilla túnica de lana gris y una carísima piel de oso blanco. Cierran la comitiva otros tres monjes. El prisionero, parece un gigante, es altísimo, y —a pesar de haber perdido casi un quintal de peso— es sin duda el hombre más gordo que Abuté ha visto jamás.
—¿Qué demonios…? —exclama el joven Dictador incorporándose lentamente.
El gigante alza la barbilla y sonríe con arrogancia.
—Soy el divino Ekori, hijo de Balkar. ¿A qué miserable mortal tengo el placer de presentarme?

Deja un comentario